Ser el único epidemiólogo operativo de tu provincia en tiempos del Coronavirus, aun pudiendo considerarse todo un reto, genera una servidumbre complicada de asumir. Sin entrar ahora en detalles, y a pesar de la ayuda incuestionable de muchos de mis compañeros, nunca me ha pesado tanto un puesto. Demasiados aspectos normativos que establece la legislación vigente citan de manera expresa la presencia o aprobación del epidemiólogo de Área, lo que hace que -literalmente y sin tener el don de la ubicuidad- deba atender cientos de cuestiones. Entre ellas, muchas de las consultas que al respecto realiza la población general.
En este contexto, ayer por la mañana llegó a mi despacho un señor de edad media preguntando por mí. Se presentó como un paisano de aquí, con un negocio de toda la vida, pero que a consecuencia de la crisis que vivimos y agobiado por las deudas se había arruinado. Según me aseguraba, en esta noche de Nochebuena ni siquiera sabía si su familia podría cenar. La verdad es que mi cargo no incluye atender tales situaciones, pero por supuesto que le escuché con atención -a pesar de ese teléfono de fondo que nunca dejó de sonar-, le indiqué la Sección en la que debería plantear su caso y le di un teléfono de contacto de esa ONG amiga con la que acostumbro a colaborar, por ver si en algo le pudieran ayudar. Él me dio las gracias con su voz, con su mirada... Y curiosamente, en el momento del adiós, me dijo algo desde dentro que a mí no me habría salido: Le deseo una ¡feliz Navidad!
Esta pasada noche compartí en sueños la pesadilla de ese señor, del que ni siquiera recuerdo su nombre. Me da que tampoco nos lo dijo. En este día de Nochebuena pediré por él y por tantos como él, desde la Esperanza de que todo se vaya solucionando. También daré gracias por lo que tengo, por lo que tenemos. Y de manera figurada, a pesar de los cargos y las cargas, compartiré con todos esas mil sonrisas de cada día, deseando de corazón otra feliz Navidad.