El primero que apareció en sueños fue el Rey
Melchor. Vestía ropa informal en una ciudad repleta, pero lo reconocí enseguida
por la ternura de su mirada. Nos saludamos como viejos amigos y comentó:
- Manuel, ¿por qué esta vez no has pedido nada?,
¿quieres alguna cosa para ti?
Tras un instante de silencio respondí que no, pues
lo que verdaderamente deseaba se lo había llevado el pasado de manera
irremediable. No obstante, le dije que si en alguna ocasión pudiera elegir
dónde vivir me gustaría hacerlo en un mundo sin Memoria. Un universo carente de
vivencias, sin recuerdos, para que no sobrevinieran las desgracias del ayer,
para que nadie empuñara un rifle por algo que sucedió hace siglos, para que
ningún alma guardase un reproche en su interior.
Melchor quedó desconcertado y, tomando mi brazo, me
llevó ante las puertas de un asilo. A través de sus verjas contemplé unos
cuerpos tibios, inmutables, carentes de sensaciones. Sin lágrimas ni sonrojo,
sin luces ni sombras, aguardaban silentes en un solar detenido junto al andén
del Alzheimer.
- Dentro de ese recinto no existe la Memoria -asentó
su Majestad-. Cierto es que ningún demente recuerda sus penurias, pero tampoco
sus venturas y alegrías. ¡Y la vida está llena de estas! Porque saber vivir
consiste precisamente en eso, en aprender de los errores y disfrutar de todo lo
bueno que se te ofrece. No permitiré que reniegues nunca del legado maravilloso
de quienes ya no te acompañan. Ese será mi regalo para ti.
Dicho esto, me dedicó su sonrisa más tierna y se
alejó.
Nota: Párrafo perteneciente al cuento "Noche de Reyes", incluido en mi libro "El amor azul marino".
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