Me hubiera gustado haber conocido más a mis abuelas. La materna falleció
de cáncer mucho antes de que yo naciese. Mamá nos habló de ella y conservo un
grabado en el que sale ataviada de campesina.
Mi abuelo se casó en segundas nupcias, pero su esposa murió siendo yo muy
pequeño. Recuerdo su trato cariñoso, las torrijas deliciosas; mi memoria no
alcanza a más.
La abuela paterna se llamaba Concha; una señorita de bien, hija de
estirpe nobiliaria con escudo grabado en piedra a la puerta de su hacienda. La
costumbre de aquellos años establecía que en esas familias el primero de los
varones sirviera en la milicia y la mayor de sus damas ingresase en un
convento. Su hermano fue por ello alférez de caballería y batalló con su
escuadrón al norte de África. Le concedieron una laureada por méritos de
guerra. A ella, primera de entre las niñas, le habían asignado el papel de
novicia. Incluso en una festividad fue elegida camarera de la Virgen para
vestirla antes de salir en procesión. Sin embargo nunca le gustaron los
hábitos, reiterando su oposición a semejante destino. Su padre se indignó.
¿Quién es una adolescente para decidir lo que quiere ser? La tradición es la
tradición. Por fortuna su hermana pequeña sintió la llamada y decidió entregar
su vida a Dios. Hizo votos y en ellos liberó a mi abuela de la norma
establecida...
Nota: Párrafo perteneciente al relato El enamoramiento azul celeste, incluido en mi libro "El amor azul marino".
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