Íbamos a recoger a nuestros hijos a la salida del colegio: mi mujer, una amiga nuestra y yo. Íbamos con prisas, aunque casi debería darse por supuesto. Íbamos hablando de nuestras cosas, sin pretender arreglar el mundo. Al llegar a cierta avenida, observo que justo enfrente hay un invidente cuyo bastón se ha enredado en una bicicleta aparcada transversalmente en alguna señal vial. Desde luego, esa bici nunca debería haber estado ahí.
El hombre se desespera porque ha quedado atrapado. No puede desengancharse y en sus movimientos ha bajado hasta el asfalto, con el riesgo que eso implica para su seguridad. Aunque sea zona de velocidad limitada, los coches pasan muy cerca. A su lado deambulan varios ciudadanos -también con prisas, también hablando de sus cosas- que quizá no se dieron cuenta de la situación.
Cruzamos la calle y corro a auxiliarle. Sinceramente, percibo peligro. Me presento, le ayudo a subir a la acera, saco su bastón de aquellos radios, le dejo en posición de seguir. Me da las gracias reiteradamente y acaba marchando por su camino.
Al volver junto a mi mujer y nuestra amiga, ambas reconocen que tampoco se percataron de esa escena. En otro caso, habrían intervenido; conociéndolas, ¡sin duda! La cuestión es que entre prisas y demás, estamos perdiendo el campo visual ante ciertas circunstancias... La cuestión es que a este ritmo, ¿quiénes son en verdad los ciegos?
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