La noche del cinco de enero siempre llegó a mi casa, como a tantas casas del mundo, cargada de magia e ilusión. De pequeño, justo antes de acostarnos, los tres hermanos disponíamos un sofá con nuestros nombres, unos zapatos, turrón y vino para los Reyes, y alfalfa para sus camellos. Ya en la cama, con independencia de lo que hubiera escrito en mi carta, requería de cada uno un deseo particular.
No acierto a saber por qué, Melchor fue siempre mi favorito. Tal vez por eso le pedía suerte para todo aquello que tuviera que ver conmigo: los exámenes de matemáticas, los juegos en el recreo o cualquiera de los retos que me hubiera propuesto para el año venidero.
A Gaspar le reclamaba esa misma gracia para mi familia y amigos: que además de juntos estuviésemos unidos, que siguiéramos siendo felices, que no hubiera ausencias en nuestras citas.
Y para Balatasar reservaba las peticiones que permitieran que este mundo en que vivimos se sintiese cada día más humano: libertad donde no la haya, respeto en las diferencias, sobredosis de tolerancia para los intolerantes.
Todavía recuerdo la madrugada en que les oí llegar al balcón de mi casa. Fue el año que trajeron la primera bicicleta y quizá por ello hicieron más ruido de lo normal. Atónito de curiosidad, permanecí quieto en la cama a la espera de que el resto despertase. Me alegro saber que papá también les había sentido.
Nota: Párrafo perteneciente al relato titulado "Noche de Reyes", incluido en mi libro "El amor azul marino".
http://manuelcortesblanco.blogspot.com.es/2016/01/en-esta-noche-de-reyes.html
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