Los primeros años que pasamos en la capital vivía con
nosotros un hermano de mamá. Era el tío Gonzalo, mi padrino.
Hizo la mili como conductor de la Cruz Roja y los domingos
que estaba de servicio íbamos a verle al retén de socorro. A mí me gustaba
mucho que fuera a recogernos a la salida de clase con su traje de sanitario.
Para envidia del resto de los niños, me calaba su gorra y el brazalete; e
incluso en cierta ocasión dimos una vuelta por los alrededores subidos en la
ambulancia. Esa tarde hicimos una foto.
Recuerdo que le encantaba contar cuentos. Él fue quien me
confesó por qué el Lobo derribó la casa de los dos primeros cerditos, dónde
guardó Cenicienta el zapato de cristal que no perdió, cuántos ratones siguieron
hasta el bosque al flautista de Hamelín.
Siendo yo un crío, mi tío hablaba también de lo mucho que
le atraía una de sus amigas pese a que no le hiciera ningún caso. Ella se lo
explicó con un trabalenguas:
- Cómo quieres que te quiera como quieres, si quien quiero
que me quiera como quiero no me quiere como quiero que me quiera.
¡Qué tonta!
Él compartía conmigo algunos detalles de aquella relación:
lo guapa que era la chica, sus caprichos, un paquete de pipas en la chopera,
los contrastes del hayedo en el que se declaró. Incluso recuerdo que su padre
trabajaba repartiendo bombonas de butano. Pero resultó un amor equivocado.
Estoy convencido de que ella apenas le contaba a su sobrino nada sobre mi tío.
Ahí estuvo la diferencia.
Nota: Texo perteneciente al relato titulado El arenque y el coral, incluido en mi libro "El amor azul marino".