martes, 19 de marzo de 2013

A Manuel, mi padre


Además de conocer como nadie su oficio de carpintero, papá era muy trabajador pues no quería que ninguno de sus hijos pasara sus mismas calamidades. En este sentido siempre estuvo muy al lado, apoyándonos en nuestros planes y sudando cuanto hiciera falta para que pudiéramos progresar.
Fue hortelano de domingo en una parcela próxima a la finca. Con su mono descolchado, visera amarilla y guantes de jardinero, gustaba de abonar los tiestos, podar las ramas bordes de los frutales, encañar la judía, embotar la erupción de almíbar que regala el estío. En sus ratos libres después de la jornada acudía a moldear los surcos, quitar la mala hierba o encontrarse consigo mismo en un espacio que sentía suyo.
Aunque siempre vivió tierra adentro papá se definía como un enamorado del mar, y en vacaciones, si la cartilla del banco lo consiente, nos acercábamos a hacerle una visita.
Coleccionista de sellos, apasionado del cine negro, fumador de una especie de puros llamados perreros. Mas de entre todas sus cualidades destacaba lo mucho que quiso a mi madre. Admitía que haberla conocido era lo mejor que le ocurrió en la vida. Y aunque a veces no pareciera detallista –más de un aniversario sobrevino sin tener nada comprado- profesó un inmenso amor hacia ella. Un amor azul marino, como dijo en cierta ocasión, mientras le rondaba en un baile de festivo.
Mi padre era así, sincero hasta el defecto en su modo de opinar. Decía lo que pensaba, pero siempre de tal forma que resultaba difícil enfadarse con él.

Nota: Texto perteneciente al relato El síndrome de Lucciano, incluido en mi libro "El amor azul marino". 

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