Además de
conocer como nadie su oficio de carpintero, papá era muy trabajador pues no
quería que ninguno de sus hijos pasara sus mismas calamidades. En este sentido
siempre estuvo muy al lado, apoyándonos en nuestros planes y sudando cuanto
hiciera falta para que pudiéramos progresar.
Fue hortelano
de domingo en una parcela próxima a la finca. Con su mono descolchado, visera
amarilla y guantes de jardinero, gustaba de abonar los tiestos, podar las ramas
bordes de los frutales, encañar la judía, embotar la erupción de almíbar que
regala el estío. En sus ratos
libres después de la jornada acudía a moldear los surcos, quitar la mala hierba
o encontrarse consigo mismo en un espacio que sentía suyo.
Aunque siempre
vivió tierra adentro papá se definía como un enamorado del mar, y en
vacaciones, si la cartilla del banco lo consiente, nos acercábamos a hacerle
una visita.
Coleccionista
de sellos, apasionado del cine negro, fumador de una especie de puros llamados perreros. Mas de entre todas sus
cualidades destacaba lo mucho que quiso a mi madre. Admitía que haberla
conocido era lo mejor que le ocurrió en la vida. Y aunque a veces no pareciera
detallista –más de un aniversario sobrevino sin tener nada comprado- profesó un
inmenso amor hacia ella. Un amor azul marino, como dijo en cierta
ocasión, mientras le rondaba en un baile de festivo.
Mi padre era
así, sincero hasta el defecto en su modo de opinar. Decía lo que pensaba, pero
siempre de tal forma que resultaba difícil enfadarse con él.
Nota: Texto perteneciente al relato El síndrome de Lucciano, incluido en mi libro "El amor azul marino".
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