miércoles, 13 de febrero de 2013

En el Día de la Radio


Mi hermana Conchita es una asidua radioyente. Lo suyo eran los concursos musicales, de esos en los que debes acertar quién canta una canción. Se llevó montones de discos. Una vez ganó una camiseta por decir el palíndromo o la frase capicúa -esas que se leen igual de izquierda a derecha que viceversa- de mayor longitud. “Ana”, con tres letras como mi nombre, dijo la primera de las concurrentes. “Abracadabra”, de once, advirtió el segundo. ¡Eliminado! Esa palabra no suena igual en un sentido que otro. “Luz azul”, apostó el tercero. ¡Qué bonita!; y con siete letras parece difícil que la superen.
Entonces, después de avistar la enciclopedia, llamó ella:
-  Dábale arroz a la zorra el abad (veinticinco).
¡Qué exagerados somos en la familia!
Ganó sin oposición, aunque hoy con los buscadores de Internet lo habría tenido más difícil: “A mamá Roma le aviva el amor a papá y a papá Roma le aviva el amor a mamá” (cincuenta y cinco). Decididamente, contra el progreso no hay quien pueda.
El ritmo de la frecuencia modulada pone ambiente a la peluquería y sé que en sus canales acude al encuentro de la distracción. Y es que tras atender a los peques, su marido, la casa y el negocio, también necesita momentos de respiro.
Conchi fue siempre una luchadora nata que ha tenido muy claros sus objetivos. Como esa emisora independiente que cubre la última hora de la primicia, acostumbra a ser clara, sincera, directa, a decir lo que piensa aunque a veces no lo piense demasiado.
Esta mañana, escuchando la radio camino del trabajo, esbocé un relato. Pensé en dedicárselo a ese medio y a cuantos son cómplices de su milagro: oyentes, locutores, publicistas, realizadores. Esta tarde quisiera compartir su trama con ellos. Es mi modesta forma de agradecerles tanta compañía…

Nota: Párrafos pertenecientes al relato A las puertas del edén, incluido en mi libro "El amor azul marino".

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