Mi hermana
Conchita es una asidua radioyente. Lo suyo eran los concursos musicales, de esos en los que debes acertar quién canta una canción. Se llevó montones de
discos. Una vez ganó una camiseta por decir el palíndromo o la frase capicúa -esas
que se leen igual de izquierda a derecha que viceversa- de mayor longitud.
“Ana”, con tres letras como mi nombre, dijo la primera de las concurrentes.
“Abracadabra”, de once, advirtió el segundo. ¡Eliminado! Esa palabra no suena
igual en un sentido que otro. “Luz azul”, apostó el tercero. ¡Qué bonita!; y con
siete letras parece difícil que la superen.
Entonces,
después de avistar la enciclopedia, llamó ella:
- Dábale arroz a
la zorra el abad (veinticinco).
¡Qué
exagerados somos en la familia!
Ganó sin
oposición, aunque hoy con los buscadores de Internet lo habría tenido más
difícil: “A mamá Roma le aviva el amor a papá y a papá Roma le aviva el amor a
mamá” (cincuenta y cinco). Decididamente, contra el progreso no hay quien
pueda.
El ritmo de la
frecuencia modulada pone ambiente a la peluquería y sé que en sus canales acude
al encuentro de la distracción. Y es que tras atender a los peques, su marido,
la casa y el negocio, también necesita momentos de respiro.
Conchi fue
siempre una luchadora nata que ha tenido muy claros sus objetivos. Como esa
emisora independiente que cubre la última hora de la primicia, acostumbra a ser
clara, sincera, directa, a decir lo que piensa aunque a veces no lo piense
demasiado.
Esta mañana,
escuchando la radio camino del trabajo, esbocé un relato. Pensé en dedicárselo
a ese medio y a cuantos son cómplices de su milagro: oyentes, locutores,
publicistas, realizadores. Esta tarde quisiera compartir su trama con ellos. Es
mi modesta forma de agradecerles tanta compañía…
Nota: Párrafos pertenecientes al relato A las puertas del edén, incluido en mi libro "El amor azul marino".
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