Mi madre siempre
decía que yo era una persona afortunada. Aun sin saber argumentar los motivos
de su opinión, estaba convencida de ello. Es cierto que siendo niño encontré un
reloj de oro, que gané con el colegio una Olimpiada cultural y que
siempre salí indemne de las epidemias que rondaban la guardería. Pero a pesar
de la ilusión atesorada, no conseguí ninguno de los premios que se sortearon en
las fiestas fin de curso.
Siendo
estudiante en la Facultad, un amigo de promoción insistió en esa letanía:
- Manuel, eres un tío
con suerte.
En su caso puede
que influyera mi condición de atleta universitario, tener los veranos
tranquilos por no dejarme asignaturas para septiembre o el haber aprobado a la
primera aquellas oposiciones que le resultaran tan inaccesibles. Sin embargo, y
aun a prueba de mi insistencia, no alcancé a bailar nunca con la chica más
guapa de la clase.
Incorporado al
centro de trabajo, una compañera volvió a decirme lo mismo. Deambulando junto a
ella por los pasillos del hospital, vislumbré un billete de mil pesetas y con él
la invité a desayunar.
- ¡Qué suertudo!
–repetía cada mañana al verme en la cafetería.
No obstante, al
ser el licenciado más moderno, mi turno de guardias era el peor de la plantilla
y su nómina mucho más generosa en incentivos.
Hubo un día,
allá por el mes de junio del año 2001, en que medité sobre el estado real de
ese don…
Nota: Párrafo perteneciente al prefacio titulado El trébol de cuatro hojas, incluido en mi libro "El amor azul marino".