Dios hizo el mundo en seis días y el séptimo
descansó. En un alarde de imaginación creó las estrellas, las nubes, el hombre,
la mujer. Apenas había dormido y, sumido en su cansancio, se acostó sin pintar
las cosas.
Paradójicamente había creado el Arco iris, y en él
cada uno de los colores. Sin embargo, el resto del mundo se debatía en una gama
de grises impropia de un trabajo tan extraordinario.
Aquellos colores decidieron avisar al Señor de tal
circunstancia, advirtiendo que el universo sería más bonito si pudieran
pintarlo a su albedrío. Pero Él dormía plácidamente y no le quisieron
despertar.
Fue entonces cuando al Fucsia, el más original
entre ellos, se le ocurrió una idea estupenda:
- ¿Por qué no lo pintamos nosotros y sorprendemos a
Dios cuando se despierte?
Su iniciativa fue acogida con alegría y todos los
colores expandieron sus pinceles: sobre los ríos, las estrellas, los
amaneceres. Aunque, sin orden alguno, superpusieron sus tonalidades llenando la
galaxia de borrones.
Fue entonces cuando el Fucsia, siempre el más
original, tuvo una nueva ocurrencia:
- Haremos un sorteo de manera que cada uno de nosotros, conforme vaya saliendo,
pintará con su gama aquel objeto que elija.
Pese a las reticencias del Gris, rey de reyes en un
país de claroscuros, la idea fue aprobada por mayoría. Así que metieron el
nombre de cada color en una saca y dio comienzo el sorteo.
El primero en salir fue el Azul:
- ¡Qué suerte la mía! -dijo dando saltos de
contento-. Porque yo quería pintar el mar…
Y el Azul pintó el mar.
El segundo fue el Verde:
- ¡Qué suerte la mía! -repetiría también con
regocijo-. Porque yo quería pintar los campos en primavera…
Y el Verde pintó los campos en primavera.
Tercero, el Amarillo:
- ¡Qué suerte la mía! Porque yo quería pintar el
sol…
Y el Amarillo pintó el sol.
Y así, uno a uno, fueron saliendo todos los colores
para acabar rotulando todas las cosas.
¡Qué bonito ha quedado el mundo! Tan lleno de
luces, contrastes, tonalidades. Pero Dios seguía durmiendo.
- ¿Qué hacemos?, ¿le despertamos?
- No -dijo el Fucsia, el más original de todos
ellos-. ¿Por qué no hacemos tiempo y pintamos también los sentimientos? Así su
sorpresa será mayor cuando se despierte.
El Gris objetó pues, en su opinión, algo tan banal
no merece semejante privilegio. Sin embargo, la propuesta fue aprobada por
mayoría.
Decidieron entonces utilizar el mismo sistema que
el habido para las cosas. De manera que, tras meter el nombre de cada color en
una saca, dio comienzo otro sorteo.
Esta vez, el primero en salir fue el Rojo:
- ¡Qué suerte la mía! -exclamó satisfecho-. Porque
yo quería pintar la pasión…
Y el Rojo pintó la pasión.
El siguiente fue el Verde.
- ¡Qué suerte la mía! Porque yo quería pintar la
esperanza…
Y el Verde pintó la esperanza.
En tercer lugar salió el Gris que, ante su enfado,
decidió colorear la
Indiferencia -por eso las personas indiferentes resultan ser
tan grises-. Y así, uno a uno, fueron asomando los colores hasta llegar al que
cerraba lista.
En esta ocasión, y a diferencia de lo ocurrido en
el primer sorteo, el Azul salió en último lugar correspondiéndole el único
sentimiento que faltaba por escoger. El más esquivo, el más complejo, el menos
maleable: el Amor.
Cuando el Creador despertó de su letargo quedó
admirado con lo que contemplaba. Su obra era un panel de contrastes que
desbordaba belleza por todas sus aristas. Tal vez Él habría teñido el cielo de
Naranjas o la amistad con tintes Violetas, pero quiso respetar lo que en su
reposo le había regalado el Arco iris. Tan sólo pidió a sus colores que
siempre, en cada momento, fueran coherentes con la elección que hubiesen
realizado.
Por eso el Amor y el Mar son tan similares; porque
ambos fueron elegidos por un color que nunca se olvidó de aquella petición: el
Azul. Ambos son fuentes de vida y, pese a ello, capaces de matar. Sucumben al
hechizo de la luna, dan coartada a los amantes, inspiran a los poetas que
pretenden describirlos... Y por ello, cuando un mar o un amor nace, constituye
para todos un motivo de alegría.